El Presidente está en las nubes

La negación de lo bueno y la exaltación de lo pernicioso antes de que llegara al poder López Obrador no se limita a México, sino que tiene al mundo como frontera.

Después de la intervención del presidente Andrés Manuel López Obrador en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, ya sabemos dónde estamos los mexicanos a mitad de su sexenio. A la deriva, porque el Presidente está en las nubes, cada vez más distante de la tierra. Su intervención en el máximo órgano político de la ONU fue agua helada sobre el cuerpo y de pena ajena por lo ahí expuesto. “Nunca en la historia de esta organización se ha hecho algo realmente sustancial en beneficio de los pobres, pero nunca es tarde para hacer justicia”, dijo sin analizar el pasado. Por tanto, el camino que debe seguir el mundo es el suyo. Si le hacen caso, la luz llegará; si lo ignoran, todos seguirán en tinieblas.

Su visión nos permite ver que la negación de lo bueno y la exaltación de lo pernicioso antes que llegara al poder, no se limita a México, sino que tiene al mundo como frontera. Hay un tufo tropical de Francis Fukuyama en su narrativa que pone un alto a la historia de alimentación de los grandes males de la humanidad, como la corrupción –el fenómeno que se considera el más grave del siglo pasado– o la vena abierta de la desigualdad. Junto a ello, acompañante indivisible en su retórica, el imperativo moral de que, por el bien de todos, primero los pobres.

La proposición de López Obrador es éticamente inapelable. Nadie en sano juicio podría estar en contra de combatir la pobreza, la desigualdad y la corrupción. Su problema es la arquitectura, dislocada por las generalizaciones y el voluntarismo cristiano, con los cuales no llegará a ninguna parte, ni en México, ni en el mundo. El deber ser lo puede aplicar en su vida diaria, pero en la política es muestra de ingenuidad. El abuso de lugares comunes en su retórica, trasladado de las mañaneras a Manhattan, le quita fondo y seriedad. También le resta respeto. Sus argumentos carecen de incentivos, salvo aquellos inversos porque sus consecuencias son contrarias a sus propósitos, como ha sucedido con sus programas para erradicar las pandemias sociales que quiere combatir.

Hombre curtido en el maniqueísmo ideológico, aunque lleno de contradicciones que lo pintan de derecha y de izquierda, conservador y liberal, progresista y reaccionario, López Obrador, en la simplificación de su pensamiento, delineó “todas las expresiones” de la corrupción en “los poderes trasnacionales” –¿a quiénes se referiría?–, a la opulencia y la frivolidad como forma de vida de las élites, y el modelo neoliberal “que socializa pérdidas, privatiza ganancias y alienta el saqueo de los recursos naturales y de los bienes de los pueblos y naciones”. Puros clichés.

Su intervención evocó involuntariamente, en sus enunciados, el enorme discurso que pronunció Fidel Castro en la Asamblea General de la ONU en octubre de 1979, pero al mismo tiempo desnudó la falta de densidad, de articulación de conceptos y de profundidad de López Obrador. No debería de sorprendernos. Aquél era el mensaje de un revolucionario de carne y hueso, de ideología de izquierda, no el de un soñador con aspiraciones de transformador, atrapado en una cosmogonía regional tras las rejas de una realidad que ya no existe salvo en la memoria.

Fidel Castro llegó a la ONU con el mandato del Movimiento de Países No Alineados, que en ese momento reunía a más de 120 naciones en desarrollo. Es decir, su discurso fue resultado de un consenso multinacional, y sus palabras iban respaldadas por sus jefes de Estado y de Gobierno. El discurso de López Obrador no llevaba ni siquiera el consenso de la Cancillería, al no haberse centrado la visita a Nueva York en una sola cabeza, sino en varias, como parecería haber sido también la hechura de un discurso que tiene una primera parte deshilachada, como sus informes y libros, y una segunda estructurada.

En esta segunda parte propuso un Plan Mundial de Fraternidad y Bienestar, para garantizar una vida digna a 750 millones de personas que sobreviven con menos de dos dólares diarios. No está claro de dónde sacó el dato, pero apunta bien. El Banco Mundial reportó que en 2019, el 9.2 por ciento de la población, equivalente a 689 millones de personas, vivía en extrema pobreza, con menos de 1.90 dólares al día. Bill Gates, quizá su fuente de inspiración, sostiene que más de 700 millones de personas viven con menos de dos dólares diarios. ¿Cómo lo va a garantizar?

Con su modelo extrapolado al mundo, estableciendo un “Estado mundial de fraternidad y bienestar”, financiado de una contribución voluntaria de 4 por ciento de las fortunas de las mil personas más ricas del planeta. ¿Por qué mil y no los 2 mil 153 multimillonarios que tiene contabilizados Oxfam? Su universo de multimillonarios es un misterio. Igual haber establecido una contribución similar para las mil corporaciones privadas más importantes del mundo. ¿De dónde saca ese dato como referencia? La contribución voluntaria es una ingenuidad. Igual la “cooperación” de 0.2 por ciento del PIB de cada uno de los miembros del G-20, que pidió. La política no es un acto de fe, sino de toma de decisiones.

El Presidente trasladó su mañanera al Consejo de Seguridad, en frases y propuestas, pero se quedó lejos de Castro o del presidente Luis Echeverría, quien después de consensuar con el mundo, logró que la Asamblea General de la ONU aprobara en 1972 la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados. López Obrador podrá correr la misma suerte de lo efímero como el presidente José López Portillo cuando propuso en 1979 en la ONU un Plan Mundial de Energía, cuya vigencia duró los 48 minutos de su discurso.

El fracaso de López Obrador no será medido por los resultados de su plan. Lo que propone no tiene sentido alguno para las naciones, porque la forma como él hace las cosas, es única. La luz que él cree lo ilumina, es la oscuridad con la que lo ven los otros.