La Cuatro ¿qué? y el mundo

Vivimos tiempos de confusión y, en muchos sentidos, de canallas. Una cosa es abusar y hacer verdad la vieja máxima de que el poder siempre corrompe, y otra cosa es destruir, no cambiar, el ordenamiento legal bajo el cual la convivencia es posible dentro de los países. Por eso, es fundamental establecer una clara distinción entre las barbaridades cometidas por los dirigentes y las consecuencias que éstas crean.

En México, cada día que pasa, las puertas hacia el mundo están cada vez más estrechas. Conforme el tiempo pasa, tenemos unas pautas de comportamiento que –se expresen como se expresen y se vendan como se vendan por parte del gobierno– cada vez resultan más difícil de ser entendidas. Los compromisos internacionales –como si fueran papel mojado– que el país ha asumido, cada vez más valen menos. Cada día que pasa, nos importa cada vez menos lo que los demás países y sociedades piensan de nosotros y la manera en la que este pensamiento se relaciona directamente en el desarrollo de nuestras relaciones comerciales, diplomáticas y de todo tipo. Sobre todo, cada vez nos es menos relevante todas las repercusiones que esto tiene con relación a un proyecto en específico, que además es el futuro de la región que formamos parte, llamado T-MEC.

La democracia está en grave peligro y no solamente en México. En un mes se cumplirán tres años del asalto al Congreso de Estados Unidos, un hecho que puso de moda la barbaridad antidemocrática –que no es el único sitio donde se ha puesto– de discutir la legitimidad de un resultado electoral. Por eso lo que está pasando, la enfermedad de la democracia, los abusos del poder, la insensibilidad de algunos dirigentes y las consecuencias de sus actos nos llevan a llamar las cosas por su nombre: lo que está en peligro es la democracia.

Se acabaron las marchas, o por lo menos hasta este momento. Ahora comienza de verdad la necesidad de las clarificaciones. Ya es hora de empezar a llamar a este régimen por lo que es. En realidad, hasta este punto nadie sabe muy bien qué es la 4T, de ahí que sea necesario empezar a preguntar verdaderamente qué es o qué representa este movimiento. ¿Qué es la 4T? Ha llegado el momento en el que necesitamos cuestionar hacia dónde vamos, qué queremos o cuál es el sentido de todo lo que está sucediendo en el país. Con independencia del automatismo, de los números, del Congreso de la Unión, hay que saber que las leyes sólo sirven y sólo importan cuando son mayoritariamente aceptadas por el pueblo y sus representantes y cuando su cumplimiento es importante o relevante.


No estoy de acuerdo con el hecho de que toda esta erosión del INE se acabe en un intento fallido de cambiar una ley a falta de un determinado número de votos. A partir de aquí –especialmente de cara a la elección de 2024– el INE será un organismo profundamente desacreditado y un árbitro al que el partido en el poder y el próximo presidente y líder de la nación ha cuestionado y puesto en duda su existencia. Hemos ido sustituyendo la visión épica del INE de contestar y darle respuesta a las inquietudes populares y electorales de la sociedad por una visión en la que se pretende reflejar un organismo que gasta mucho y que tiene unos representantes –que en eso tiene razón el Presidente– que son capaces de defender la representación institucional a costa de todo.

El INE no es perfecto. Como toda obra humana, es perfeccionable. Pero, sobre todas las cosas, el INE es una victoria de la sociedad civil; una victoria de varias generaciones de mexicanos que pasamos de la caída de los sistemas a la garantía o, por lo menos, a la dificultad de robar o alterar los resultados electorales. Parece que lo sucedido en 2006 seguirá siendo la justificación de quien busca socavar y minar la autoridad y actuación del organismo electoral mexicano. También da la impresión de que el escuálido diferencial que supuso que Felipe Calderón pudiera ostentar la presidencia de México –haya sido como haya sido– es un suceso que seguirá acompañándonos por mucho tiempo, por lo menos mientras los protagonistas actuales del movimiento que rige al país sigan vivos como personas y como movimiento.

El INE muere no sólo por los gastos, no por lo que cobran los consejeros. El INE muere básicamente porque jamás se le podrá perdonar que fuera –a pesar de que en ese entonces no estuvieran los actuales consejeros ni responsables– el elemento sobre el cual se articuló lo que para Andrés Manuel López Obrador fue el robo de la Presidencia de 2006. Para López Obrador este hecho fue la condena del desarrollo político del país durante una serie de años. Que nadie se equivoque, que la ley electoral permanezca formalmente como hoy no quiere decir que la ley tenga lo más importante que debe tener una ley que es consenso social y, sobre todo, pacto para poderla cumplir. Como no hay voluntad unánime y plena para cumplir esa ley, con modificación electoral o sin ella, por el momento estamos sin árbitro electoral y lo que tenemos es un árbitro culpable.

A ojos de algunos, el INE es culpable de gasto, culpable de protagonismo, culpable de tener una estructura genética que le hace ser fácilmente manipulable –según el Presidente y su partido– para no poder garantizar los resultados electorales. Lo del INE es mucho más que una venganza. La destrucción del organismo electoral significa colocar al país al borde del precipicio y provocar que las siguientes elecciones ya no tengan un árbitro que las regule. Y si no tenemos árbitro y si no hay un código de comportamiento, entonces dígame, cuando empiecen a quebrarse –por el uso del poder– las legitimidades, ¿a dónde miraremos o a quién recurriremos?

Querido lector, no perderé su tiempo ni el mío explicando que Andrés Manuel López Obrador hoy es el presidente más votado de la historia de este país gracias a este INE, que no quiere y que busca que pague por lo sucedido en 2006, en 2012 y por todos los supuestos errores que se le atribuyen. Busca que todos los consejeros y responsables paguen porque en el pasado la institución tuvo un protagonismo que para él fue excesivo y porque representan una encarnación de la dignidad de la institución que representan. Por lo tanto, esto, como tantas otras cosas, hay que acotarlas en el haber del régimen y del presidente López Obrador. El problema es que, conforme se va ampliando la lista de lo que va consiguiendo, inevitablemente aparece cada vez con más fuerza la pregunta, ¿el país es mejor o peor con todo lo que ha supuesto y hecho la administración del presidente López Obrador?

¿Verdaderamente López Obrador se mantendrá al margen –atendiendo la responsabilidad que amerita su puesto– en las próximas elecciones presidenciales? ¿Respetará el espíritu maderista de la Revolución mexicana? ¿Le pedirá a las corcholatas que, por ser parte de su círculo cercano, también respeten los próximos comicios electorales y permitan la conclusión del ciclo político que debería culminar en 2024? Aunque a esto último, siempre he tenido la sospecha que este grupo selecto que rodea al Presidente está destinado a ser carne de cañón y bombas de tiempo que estallarán más pronto que tarde.

No tengo duda del afecto que le tiene el Presidente a la jefa de Gobierno de la CDMX. Tengo muchas dudas sobre que, en el ajuste final, la elección del presidente López Obrador termine por decantarse por Claudia Sheinbaum. Nadie le puede garantizar la negación de su persona para defender la visión política que tiene el Presidente de la 4T, misma que, salvo él, en realidad nadie sabe exactamente qué es.

Aún no sabemos, y no sé cuánto tiempo tardaremos en saber, cuánto de profundo es el cambio en la mente y en el corazón de los ciudadanos que supone el hecho de juzgar a los políticos, como si fuera un tribunal fáctico, a través de las redes sociales. Eso inevitablemente ha cambiado no solamente la mecánica electoral o las técnicas de elección, sino que, sobre todo, ha cambiado el sentimiento por el cual nosotros vivimos y reaccionamos frente al poder.

En 2024 habrá elecciones presidenciales en México. Se repartirán –ya veremos bajo qué organismo responsable o método– unas boletas en las que no estará la cara del presidente López Obrador. Aunque serán unos comicios electorales en los que, indirectamente, volveremos a elegir al actual líder político de México a través de quien finalmente él elija para sucederlo, no sin antes poner a prueba la condición humana de los candidatos y la capacidad de inteligencia de los votantes. En México ya hemos vivido experiencias similares, en las que el actual líder nombra o designa a quien continuará su camino, que pareciera que hemos olvidado.

En un par de años se podrá relacionar Palacio Nacional como la residencia oficial del presidente en turno, pero –como en su tiempo se refería al mandato sostenido por Plutarco Elías Calles– quien gobierna vive enfrente. En caso de que los elementos actuales de la vida política permanezcan con el tiempo, el día de mañana un mandatario, el que verdaderamente gobernará, estará viviendo en el rancho La Chingada y el otro en Palacio Nacional.

Habría que pedirles a los gobernantes que sepan que, sabiendo que todos en algún punto moriremos, es su obligación evitar que muramos más rápidamente y en peores condiciones. Una forma de hacerlo, por ejemplo, es unir esfuerzos para combatir el ya innegable cambio climático. Después de 20 años del atentado contra las Torres Gemelas, después de eliminar la barrera que existía entre el poder y el ciudadano por medio del ataque vía redes sociales, resulta fundamental restaurar la creación de la legalidad en los modelos que estamos viviendo con el fin de que tengamos una mayor garantía de poder sobrevivir.

Se acabaron los juegos. El tiempo se acaba. Queda menos de un año y medio para tener que elegir de verdad, primero, en el proceso interno de los partidos y, posteriormente, en las urnas, ¿qué clase de país queremos? Esta también es labor de la oposición, que ya tiene que acabar de ser una oposición testimonial que se conforma con tener unos votos y una presencia limitada, pero que realmente no tiene hambre de ganar.

El presidente López Obrador tendrá una dificultad nominal de elegir a quien va a ser el candidato. Tendrá que elegir un perfil que no tenga la audacia suficiente para voltearse en su contra ni que sea capaz de ir en contra de sus designios. Aunque es indiscutible que ya no va a ser suficiente con presentar un hombre, el régimen de un solo hombre se acaba en 2024. Y hay que recordar que ni siquiera Antonio de Padua María López de Santa Anna –pese a ser presidente de México en 13 ocasiones– en algún momento tuvo tanto poder como el que los ciudadanos de México legítimamente le otorgaron a López Obrador el primero de julio de 2018.