Sobre las formas

Jesús Silva-Herzog Márquez

El presidente se cubrió de aplausos. Habrá sentido una doble satisfacción. Flores a él, cachetadas a su antecesor. Mientras su antecesor era condenado como un desleal, él era retratado como el hombre que cumple su palabra.

Los críticos más severos se le entregan por un gesto como si los gestos fueran algo más que gestos, como si las formas fueran el núcleo de la política. El caso parece sintomático: el presidente publica la ley de víctimas y recibe de inmediato todos los elogios imaginables.

Pero en el mismo acto que celebra la publicación de la ley, se advierte que lo que se publica es una ley defectuosa, que sirve poco tal como está, que requiere cambios de inmediato. No importa, parece decir, lo que cuenta es el símbolo de una ley sensible. Quien advertía los defectos de la ley que se publica no era un opositor, un crítico independiente: era el mismo jefe de su gabinete. «La ley es perfectible, es necesario revisarla para hacerla viable, operativa y, sobre todo, para cumplirle a las víctimas,» dijo el secretario de Gobernación. No es difícil traducir lo que dice el funcionario: la ley es deficiente, pero no importa, así la publicamos. Necesita cambios urgentes, pero no vamos a perder el tiempo corrigiéndola, la publicamos de inmediato. Si no reformamos esta ley será un engaño a las víctimas, pero, aunque hoy sea más bien una farsa, la refrendamos de una buena vez.

El gobierno de Peña Nieto se retrata bien con su decisión y logra al mismo tiempo exhibir la pobreza de nuestra crítica, tan dispuesta a vivir en la órbita del emblema. El gobierno ha dado un golpe escénico extraordinario.

Todas sus acciones tienen esa característica: transformar las percepciones. Como demuestra la ley de víctimas, esa revolución del ánimo implica un culto de las apariencias que, más que respeto por las formas puede ser desprecio a la sustancia. La ley, nuevamente usada como símbolo, menospreciada como instrumento. La decisión del gobierno no es hacer, es mostrarse; no es cambiar, es lucir distinto. Es cierto que el cambio de escena del nuevo gobierno ha sido radical, eficaz, persuasivo. Seguramente era necesario, pero no deja de ser, hasta el momento, eso: un simple cambio de tono que cobrará sentido solamente si se traduce en cambios sustanciales. Si las nuevas formas no conducen a las reformas serán sólo otro traje de la frustración.

La publicación de la ley de víctimas deja, por lo pronto, una preocupación: un gobierno no se corrompe solamente por subordinar el bien general a los intereses particulares. Se corrompe también cuando el aplauso lo soborna, cuando confunde su deber son su popularidad, cuando es incapaz de afrontar la crítica y sostener con argumentos sus decisiones-así sean antipáticas.

Las torpezas de los sexenios previos han hecho despertar a una sociedad dispuesta a acomodarse gustosamente en el país de las apariencias. Pensar que la guerra ha desaparecido porque de la guerra ya no se habla; creer que las diferencias son cosas del pasado porque ahora hay patriotismo y buena voluntad; creer que hemos dejado la noche oscura del panismo porque la experiencia y el profesionalismo gobiernan de nuevo; creer que hay política seria porque se han recuperado protocolos, ceremoniales y formalidades. El profesionalismo político solamente puede quedar demostrado en los resultados, en el efecto de la actuación pública. Demasiado pronto para confundir la nueva solemnidad con eficacia.

La conducción política requiere, sin duda, un lenguaje y ciertos comedimientos. Le puede venir bien la cortesía y el respeto de algunos ritos, aunque requiere igualmente de disposición al antagonismo, determinación de asumir los costos de cualquier decisión y hasta cierta dosis de veneno para animar la polémica. En todo caso, las formas no pueden ser sustituto de la sustancia. A Jesús Reyes Heroles se le ha interpretado mal cuando se le cita a medias y se le hace decir que «en política la forma es fondo», como si el contenido de la política fuera su envoltura. Eso nunca lo dijo Reyes Heroles que entendía bien la diferencia entre una caja de zapatos y los zapatos. Un teórico de la razón de Estado jamás habría confundido acto y efecto.

Lo que dijo es que, «en política, frecuentemente, la forma es fondo.» Creo que pensaba que desatender las formas, despreciar el universo simbólico y ritual de la política podría terminar cancelándola. Así, cuando las formas se olvidan, se liquida la política. Pero lo mismo podría decirse cuando sólo se piensa en las formas. Reducir la política a un escrúpulo por las ceremonias es vaciarla. La sustancia de la política no está en los moños y las envolturas: está en la decisión de preservar o de alterar el poder en una sociedad. Eso es lo que importa. Habrá formas que faciliten reformas. Habrá otras, tal vez admirablemente cordiales, sensibles y deferentes que las cancelen.