Un marxista legendario

Enrique Krauze

Eric Hobsbawm, el gran historiador británico recientemente fallecido, fue autor de una obra amplísima, que incluye desde estudios puntuales sobre personajes justicieros grabados en la imaginación popular (Rebeldes primitivos, Bandidos) hasta historias generales que abarcan -como su vida- siglos enteros: The Age of Extremes (su historia del «breve» siglo XX) y The Age of Revolution, The Age of Capital y The Age of Empire (la trilogía del «largo» siglo XIX). Hobsbawm escribió también una historia social del Jazz en la que celebra esa corriente musical arraigada en el pueblo afroamericano que, con el tiempo, se transformó en un arte mundial. En 1997 publicó On History (sobre su concepto científico de la historia), en 2002 Años interesantes: Una vida en el siglo XX (su autobiografía, notable por su coherencia y honestidad) y en 2007 un texto profético: Guerra y paz en el siglo XXI. Su caso pareció confirmar una vieja máxima: el cultivo de la historia ayuda a la longevidad. Su energía era inextinguible.

Nadie, ni siquiera Hobsbawm -que como marxista orgulloso e impenitente creyó siempre en las vastas fuerzas impersonales de la economía- escapó a sus determinaciones biográficas. Nacido en Alejandría, Egipto, justo el año de la Revolución Bolchevique (1917), se educó en Viena y más tarde en Berlín, donde lo sorprendió el acceso de Hitler al poder en 1933. En 1932 había ingresado al Partido Comunista, y adquirió a partir de entonces la filiación ideológica que lo acompañó toda la vida. Hijo de un judío inglés y una judía austriaca, Hobsbawm no renegó de su origen, pero, como en tantos otros casos similares del antiguo mosaico cultural en la Europa Austrohúngara y Prusiana (como el del propio Marx), su identidad original no lo arraigó en un pasado endogámico o exclusivista, sino que lo orientó hacia una emancipación que sólo podía encontrarse en una posible, deseable o utópica comunidad universal. Únicamente en esa fraternidad podían paliarse o disolverse las diferencias dolorosas, a veces infamantes y a fin de cuentas trágicas, que por siglos caracterizaron la relación del pueblo judío con su entorno. Cuando Hobsbawm ingresó a la Universidad de Cambridge en los años treinta, varios de sus rasgos estaban definidos: un odio irreductible al nazismo y al fascismo, una prevención no menos marcada contra los fanatismos nacionalistas o étnicos basados en la pasión por la tierra o por la sangre, y una atracción irresistible hacia los sistemas intelectuales que pretenden explicarlo todo a través de leyes científicamente irrecusables. Hobsbawm, en suma, no se hizo marxista por una moda pasajera, un contagio generacional o una mera conveniencia académica. Para él, el marxismo fue su verdad revelada y su tierra prometida.

Pero hay de marxismos a marxismos. Cada cultura desarrolló el propio. Esquematizando: los rusos lo asumieron como una ortodoxia revolucionaria; los latinoamericanos lo impregnaron de un dogmatismo similar; los alemanes enfatizaron su carácter historicista y hegeliano; los franceses le imprimieron un acento teórico racionalista, un sesgo existencialista y, sobre todo, una respetabilidad académica. Los ingleses, en cambio, adoptaron y adaptaron su mejor vertiente, la empírica. No el Marx profeta, ni el revolucionario, ni el jefe de partido, sino Marx el economista, el panfletista, el historiador y el escritor. No es casual que, a diferencia de la tradición continental, los marxistas ingleses más connotados no hayan sido filósofos ni guerrilleros sino economistas e historiadores, grandes historiadores. Hobsbawm fue, junto con E.P. Thompson, su mayor exponente. Combinó sus afanes intelectuales con una militancia que no se plegó fácilmente a los dictados de Moscú (como ocurrió con sus contrapartes latinoamericanas y francesas) y en cambio promovió la defensa práctica (y la conducción revolucionaria, desde luego) de los obreros ingleses, a los que conocía de primera mano, porque había convivido con ellos.

Admirado o al menos reconocido por su obra y su elegante estilo, Hobsbawm recibió críticas acerbas por su fidelidad a la antigua Unión Soviética. Él argumentó que el triunfo contra el nazi fascismo se debía sobre todo a ella. El comunismo -según Hobsbawm- salvó en ese trance al mundo libre y lo salvó también después, en la Guerra Fría, porque sin su presión histórica los países occidentales no habrían construido sus respectivos Estados benefactores. En cuanto a la indulgencia que se le atribuye frente a los crímenes de Stalin, sostuvo que -siendo judío- en su The Age of Extremes le dedica más páginas al terror estalinista que al hitleriano. Con todo, la sombra (la mancha, debemos decir) de su filiación con ese régimen persiguió toda la vida, induciéndolo a caer en salvedades imposibles o contradicciones inadmisibles. La opinión liberal coincide en que su credo marxista lo llevó a distorsionar la realidad para ajustarla a sus esquemas predeterminados. Para Hobsbawm la fase autocrítica llegó demasiado tarde.

Lo vi en persona una sola vez, en el otoño de 1981, cuando acudí a una conferencia suya en Oxford. El tema era la historia de la clase obrera inglesa. Con el tiempo extravié mis cuidadosos apuntes de esa lecture, pero retengo con nitidez la escena final. Hobsbawm decía que los trabajadores ingleses tendrían esperanza mientras siguieran usando, en las calles, el trabajo o los partidos de futbol, el símbolo de su fraternidad, las viejas gorras o cachuchas obreras, las «famosas Liverpool caps». Lo decía con una emoción que me conmovió. En el fondo de su ortodoxia, Eric Hobsbawm me pareció desde entonces un gran romántico genuinamente enamorado, desde los años treinta, de la idea universalista del comunismo. Una utopía, sí, pero, para su desgracia y perplejidad, una utopía ensangrentada.