Okey, boomer

El Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores de México (Inapam) indica que la vejez comienza a los 60 años, edad en la que es posible inscribirse a dicho instituto y disfrutar de sus beneficios, con independencia de que el o la adulta mayor sea Madonna, nacida en 1959, o una mujer anónima que vende caramelos en la Avenida Reforma, Ciudad de México. A los sesenta años, incluso antes, se entra en el pantano de la indiferenciación: en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, en la presidencia de la república y en el carrito de venta callejera de camotes, la vejez es una etapa de la vida que se extiende como una llanura reseca hasta la muerte. Se olvida que, como en cualquier edad, las diferencias sociales, políticas, educativas y culturales pesan.

Tal olvido encubre el rechazo a la vejez, prejuicio que hermana a hombres y mujeres de diversas clases sociales, a la izquierda y la derecha, a feministas y antifeministas, a la población LGBTQ y su contraparte fóbica.

Llama la atención que en el debate entre feministas y el activismo “trans”, el adjetivo “boomer” –referido a personas nacidas entre 1945 y 1964, a quienes empiezan a sumarse los nacidos en los tempranos setenta– funciona cual arma arrojadiza, como si todos los boomers, entre quienes se encuentran activistas clave para nuestros derechos civiles, tuviesen las mismas ideas conservadoras y todas las generaciones subsiguientes fueran progresistas y libertarias. La Real Academia de la Lengua Española aceptó la palabra edadismo para calificar este generalizado prejuicio, al que se refieren tres textos de enorme interés: Un instante eterno: filosofía de la longevidad (2021), de Pascal Bruckner; La viajera de noche, de Laura Adler (2022); y Envejecer con sentido. Conversación sobre el amor, las arrugas y otros pesares (2018), de Martha Nussbaum y Saul Levmore.

Bruckner escribe un manifiesto, un documento de desafío y exigencia. Recuerda que, hasta bien entrado el siglo XX, la madurez era la meta por alcanzar, y no la prolongación de la adolescencia y la veintena temprana. Un sector de los mayores de cincuenta años del siglo XXI –en particular, pero no exclusivamente, los provenientes de los sectores medios y más acomodados– tienen por delante treinta o más años de vida, cuentan con una vasta experiencia profesional y se mantienen en buena forma. Bruckner propone vivir a fondo estos años y entregarse a las pasiones del afecto, del erotismo y del intelecto sin dejarse someter por los mandatos ajenos. Insiste en los inconvenientes de la jubilación sin negar su importancia: un amplio sector ocioso de mayores de 60 años es una catástrofe, el desperdicio de una enorme reserva de energía y talento que bien podría servir a la sociedad, en lugar de considerarse una competencia para las generaciones posteriores.

De acuerdo con el pensador francés, la modernidad es una revuelta contra la fatalidad, una rebelión en contra de la idea de que el destino está escrito. Una vida plena no es una cumbre que se alcanza antes de los cincuenta años para luego dormirse en los laureles, sino una sucesión de desafíos y derrotas que retan nuestra voluntad de continuar en el mundo hasta que nos alcanza la muerte. Por esta razón, no es lo mismo una vida plena que una vida exitosa, afirma Bruckner; la noción misma de éxito es problemática porque alude a un estado deseable que una vez alcanzado debe ser visto como el cierre de la aventura individual.

Laura Adler, francesa como Bruckner, se interroga sobre el momento justo del comienzo de la vejez. ¿Cuándo empieza exactamente? ¿A la edad que indica el Inapam, 60 años? ¿Con las dificultades para reproducirse, distintas en el hombre que en la mujer? ¿En el momento en que el espejo nos devuelve arrugas y canas que no existían? ¿A los cuarenta años, según tantos empleadores? Adler nos recuerda que en El tiempo recobrado, parte del ciclo de novelas En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, el narrador pulsa el tiempo íntimo de la vejez, las huellas de los años en los demás que reflejan las nuestras. También cita a Thérèse Leclerc, fundadora de residencias para mujeres en Francia, quien en la edad madura asumió su destino de lesbiana y feminista. Para Leclerc las viejas son la vanguardia ilustrada que deja el mundo pasado atrás y prefigura el futuro.

Adler explora las concepciones sobre la vejez de otras sociedades. La bailarina Germaine Acogny, de origen senegalés, no se retiró de su profesión porque en su país de nacimiento las mujeres bailan hasta la muerte. La vejez, según La viajera de noche, es un arte de vivir, lo cual suena muy bien, pero: ¿qué hacemos con los prejuicios sociales al respecto? ¿Con la creencia de que la juventud significa por sí misma innovación, superior perspectiva ética y talento? El edadismo oscurece el entendimiento: el culto a la juventud significa olvidar que seremos viejos. De este modo, quien contrata a un o una joven por prejuicios en detrimento de otras candidaturas mejores pero de mayor edad, olvida que será viejo o vieja algún día. Y no parece muy factible que la seguridad social sufrague veinte o más años de vida sin trabajar, como alguna vez se creyó en el antiguo Estado de Bienestar.

La discriminación por edad forma parte de la misma familia del racismo, el clasismo, la condena a la población LGBTQ, la xenofobia, el machismo y la exclusión por razones de discapacidad. Para Adler, el edadismo viola derechos humanos fundamentales y es imprescindible luchar por una sociedad en la que la edad no signifique un inconveniente laboral y una descalificación social e, incluso, política, como si gobernar a un país no requiriese de experiencia. Insiste en un punto clave respecto al final de la existencia: el trato hacia el grupo de personas entre los mayores de ochenta o noventa años que sufren de enfermedades graves tiene que cambiar. La pasada pandemia reveló que solo una minoría rica puede considerarse bien tratada por las instituciones especializadas.

Envejecer con sentido. Conversaciones sobre el amor, las arrugas y otros pesares, de los estadounidenses Martha Nussbaum y Saul Levmore, combina el abordaje filosófico de la primera con el económico y jurídico del segundo. El libro se inspira en De senectute (Del envejecimiento), del romano Cicerón, escrito en el año 45 a.C. Me detendré en el pensamiento de Nussbaum, quien exhorta a abandonar las generalizaciones sobre esta etapa de la vida, ajenas al conocimiento e instrumentos de subordinación. La debilidad física, la anemia intelectual y el conservadurismo atribuidos a los mayores es fruto de la más pura ignorancia, como lo demuestran las aportaciones de personas de estas edades en diferentes terrenos públicos y privados. Con Cicerón y Catón, Nussbaum afirma que todos los placeres son posibles, los de la carne incluidos, así no ya no se cuente con el cuerpo de la juventud.

Nussbaum, siempre interesada en la psicología evolutiva, señala que la repugnancia hacia la vejez, entrevista incluso en niños muy pequeños, obedece, posiblemente, al mandato biológico de la reproducción, lo que explica la situación específica de la mujer madura en cuanto a su vida sexual y afectiva, antes señalada. Pero la especie humana obedece también a impulsos de afecto, preservación de la vida y seguridad: a menos que se muera joven, escenario generalmente indeseado, el trato a los mayores de cincuenta años en el presente define un escenario posible y probable del futuro que espera a cada uno. Los mayores de cincuenta años deberíamos estar en la primera línea de la lucha contra la discriminación y los más jóvenes tienen que pensárselo mejor: les va a tocar a menos que fallezcan tempranamente.

¿Quién quiere morirse cuando no le toca en una época como esta, tan inclinada a la necedad, pero tan rematadamente interesante?