“Nomofobia” en los políticos

Efectivamente, desde que Enrique Peña Nieto era candidato a la Presidencia de la República se hizo costumbre entregar los celulares, i-Pads, laptops a una edecán que estaba a la entrada del salón donde se iba a llevar a cabo la reunión.

Al principio esta medida sorprendía y causaba cierta extrañeza. Los comentarios iban y venían. ¿Se trataba de insertar a los ordenadores algún tipo de chip o programa para estar en red? ¿Se buscaba garantizar la confidencialidad y evitar que la conversación trascendiera a través de las redes sociales?

Al término del encuentro cada asistente entregaba su ficha, le devolvían el celular y el usuario revisaba con toda curiosidad si había algún cambio en la pantalla o en el programa del dispositivo.

De acuerdo con algunas crónicas periodísticas, ese hábito, al entrar a las juntas de gabinete y a cualquier reunión con el titular del Ejecutivo federal, ha quedado formalmente instituido, como se acostumbra hacer en la Casa Blanca y seguramente en los Campos Elíseos.

La medida no sólo es plausible sino que debe rebasar las paredes de Los Pinos y los gruesos muros de Palacio Nacional para convertirse en una política de salud. Además de que pueda formar parte de la nueva cultura cívica y de seguridad que ha comenzado a promover el gobierno.

¿Por qué? Porque muchas personas —independientemente de su edad, origen socioeconómico o preparación— han desarrollado una dependencia enfermiza hacia la telefonía celular. Los psicólogos ya tienen un nombre para esa adicción. Se llama nomofobia, que según algunos etimólogos proviene del inglés nomo que significa no mobile, es decir, sin móvil.

Médicos y especialistas han comenzado a definir los síntomas de la nomofobia. Cuando una persona ha olvidado el celular o se lo han restringido empieza a sentirse como un ser incompleto, angustiado, desorientado e inseguro.

Durante el gobierno de Felipe Calderón, era común ver a los secretarios de Estado y gobernadores extasiados con la pantalla de sus móviles, mientras el presidente hablaba en el vacío. Daban la impresión de que llegaban a ocupar el asiento, a pasar lista obligada, a concentrarse, evadirse en el chateo y a desentenderse de las indicaciones que daba su jefe político.

La conducta del funcionario no es más que un reflejo de lo que sucede en la calle. De acuerdo con algunos estudios, varios miles de personas mueren al año en accidentes por enviar SMS —mensajes— a través de sus dispositivos mientras manejan o atraviesan avenidas. Hoy se habla ya de los peatones tecnológicos, de los ciclistas tecnológicos, de los conductores tecnológicos, quienes se han convertido en un verdadero problema de salud pública.

Las leyes de tránsito no sancionan hasta el día de hoy el uso inadecuado de los celulares o de los MP3, reproductores de música que convierten a hombres y mujeres de todas las edades en autistas.

Si estar conectado a un celular es origen de graves accidentes automovilísticos y peatonales, en la función pública es causa del deterioro de la imagen y bajo rendimiento de un político.

No hay peor mensaje a la población que ver a un secretario de Estado atendiendo su tableta, mientras, en un foro abierto a los medios de comunicación, se habla de pobreza o desnutrición.

La acertada disposición tomada en Los Pinos debería traducirse en una legislación y política general de salud destinada a combatir una conducta que, sin duda, se ha convertido en una especie de pandemia que roba la conciencia al individuo y convierte a millones en auténticos zombis.