Reconstruir una nación

El 1 de diciembre de 2012 aparecerá en los libros de historia como el día en que el PRI regresó al poder. Se tratará, sin duda, de un capítulo especial, porque nadie imaginó que el partido más criticado y satanizado, sepultado por Mario Vargas Llosa bajo la frase lapidaria de “la dictadura perfecta”, tuviera, algún día, la posibilidad de volver a la Presidencia de la República.

El PRI es otra vez gobierno, pero vuelve bajo la mirada incisivamente escrutadora de la sociedad. La “historia negra” tejida alrededor de un partido que duró más de setenta años en el poder penetró en la conciencia del hombre común. No habrá, por lo tanto, “luna de miel”. El electorado considera que el retorno del partido histórico es una concesión última que se hace a quien —por su cuestionado pasado— no debe equivocarse.

Justa o injusta, ésa es la realidad. Injusta, porque nadie le ha puesto mote, ni ha tejido versiones de terror sobre dos sexenios panistas caracterizados por el bestial incremento de la corrupción y la penetración del narcotráfico en las más altas esferas del poder.

Enrique Peña Nieto llega, más que a gobernar, a reconstruir una nación. Recibe un país con la economía paralizada, las instituciones carcomidas, una sociedad envilecida y moralmente degradada.

A diferencia de Vicente Fox y Felipe Calderón que no entendieron su circunstancia histórica, Peña Nieto sabe que no puede limitarse a ser un gobernante más; a ser un mero administrador de la pedacería en la que se ha convertido el país.

Para Peña Nieto, la misión es clara: unir para reconstruir.

Por eso la propuesta a las tres principales fuerzas políticas de firmar un Pacto por México que privilegie los acuerdos.

La pregunta es si el PAN y el PRD se lo van a permitir. Aunque el presidente de Acción Nacional comparó optimistamente ese acuerdo como algo similar al de La Moncloa, lo cierto es que hay, cuando menos, dos factores que deben ser tomados en cuenta como enemigos de la gobernabilidad.

Por un lado, la violencia consuetudinaria del “lopezobradorismo” que sobrevive dentro del PRD. El gobierno de Peña Nieto tal vez tenga que esperar a que el Partido de la Revolución Democrática quede libre de “perredistas funcionales”, como los llamó Jesús Zambrano, para poder negociar con una izquierda que tenga la madurez de colocar los intereses del país por encima de fanatismos, fobias y doctrinas.

Precisamente la crisis de liderazgo que existe dentro de ese partido, donde los mismos perredistas no le reconocen autoridad alguna a su dirigente para negociar y al que tratan peor que a un mozo de cuadra, fue lo que abortó la firma del pacto nacional en Querétaro.

En el otro lado de la mesa también hay un cisma. El PAN está dividido entre calderonistas y opositores al expresidente. ¿Con qué derecha va a sentarse Peña Nieto? ¿Con los herederos de Calderón o con quienes lo consideran un traidor por no haber apoyado a Josefina Vázquez Mota?

Los desacuerdos internos en la derecha son más que evidentes. Al mismo tiempo que Gustavo Madero alababa la posibilidad de un pacto, por el otro, senadores de Acción Nacional acusaban al PRI de pretender convertir la Secretaría de Gobernación en una instancia de persecución política.

¿Más persecución y más muertos de los que hubo durante la pasada administración? ¿Acaso la autonomía de la que sobradamente gozó la Secretaría de Seguridad Pública impidió que Genaro García Luna llenara el territorio de sangre e impunidad?

Fernando Savater dice en su libro más reciente: “El problema no es que tengamos opiniones diferentes, sino averiguar qué opinión se acerca más a la verdad, porque la verdad nos conviene a todos”.